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Un cuento


Recuerdo que algunas imágenes de aquel paseo regresaron a mi mente en ciertos puntos del relato que me fue contando el niño en el consultorio.

Damas chinas, Mario Bellatin

En cuanto terminó de escribir el cuento, decidió registrarlo. Para ello, lógicamente, acudió a la Oficina de Registro de Cuentos. La primera sorpresa fue que se trataba de una habitación vacía, a excepción de un pequeño baúl situado en el centro. Miró a su alrededor y no vio a nadie. Levantó la tapa del baúl y estaba vacío. Decidió dejar dentro del baúl una copia del cuento y se dio la vuelta para marcharse.

– ¿Estás seguro de querer registrar eso como un cuento? Le dijo una voz que le asustó.

Miró en la dirección de la voz y se encontró con un hombre de mediana edad, pelo griscaniento, una cara igual de gris que el pelo, traje gris para completar el uniforme y una corbata fucsia con monigotes amarillos para romper el serio.

– Bu buenos días. Sí señor, que quería registrar este cu cuento.- Le balbuceó algo más que azarado.

– Muy bien. Pues le voy a solicitar unos datos para ver si efectivamente se trata de un cuento y, en caso afirmativo, poder registrarlo como tal. ¿Nombre del autor?

– Gu Güelmi No Norime.

– ¡Ah! Es usted tartamudo. Seguir leyendo

Los viejos amigos (cuento por entregas)


Pongo a prueba a mis queridos lectores y aquí les dejo los enlaces a las distintas entregas del relato más largo que he escrito hasta la fecha. Quien lo lea completo, tendrá mi gratitud eterna, que dura lo que dura la pila de una linterna. Si hubiera dicho eterno, me habría venido Sabina al pelo.

Primera entrega

Segunda entrega

Tercera entrega

Cuarta entrega

Quinta entrega

Sexta entrega

Séptima entrega

Octava y ¿última? entrega

El collar de acciones


 

Badajoz a 13 de septiembre de 1969

Querida Ana Mari:

Espero que al recibo de esta carta te encuentres bien, yo quedo bien gracias a Dios.

¡Ay Anita! No sé por donde empezar. Son tantas las cosas que tengo que contarte. En primer lugar, quiero que sepas que por fin salí con Joaquín. El domingo, después de comer y echarme una pequeña siesta, me vino a buscar. Quería que fuéramos a escuchar música al parque de San Francisco, decía que allí podíamos echarnos unos bailes, que la orquesta era muy buena y tenía una solista que cantaba muy bien los pasodobles. En cuanto me hablo de la solista le dije que nanay. ¡Habrase visto! Salir conmigo y ponerse a hablar de otra. Si no fuera tan guapo, se hubiera terminado ahí la cita.

Yo le propuse, puesto que mi hermana es cocinera en el casino, que me invitara a tomar algo allí, de paso la saludábamos y, además, sentados en la terraza, podíamos ver la gente que pasa toda endomingada a la misa de la catedral. ¿Te puedes creer que no quiso? Yo hice el paripé de ponerme a llorar, y el adelantó su mano para acariciarme, pero le huí el rostro y lo escondí entre mis manos. ¡Fue tan romántico! Y no puedo contarte más, tú ya sabes por qué.

Ahora que recuerdo, no me has contado nada de como fue la subida de la Virgen a medianoche. La verdad, no te imagino trasnochando por una cosa así, aunque pensándolo bien, lo de menos era la Virgen y su perdón ¿ a qué sí? ¡qué risa! ¡Lo que tiene que hacer una por amor! No te olvides de contármelo todo con pelos y señales la próxima vez que nos veamos.

Y ya voy a dejar de escribir, pues quiero que esta carta salga en el correo de la mañana, que en seguida vendrán a recoger. ¡Por cierto! Te estoy tejiendo una rebeca, con las dos agujas, que me está quedando preciosa. Ya la verás.

Con mucho más que contarte, pero que no puedo ahora, se despide tu amiga que lo es,

                                                        Soledad

¡Otra vez la vecina!


 

Abro el cajón del pan y ¿qué me encuentro?: ¡otra vez la vecina!

En mi casa, siempre se compra pan de bollo. Es un pan recio, contundente. Y de un día para otro se puede comer, pues conserva un punto de frescura suficiente para resultar agradable. Incluso dos días después, lo cortas en rebanadas y lo tuestas y está estupendo.

La encargada de comprar el pan es mi madre. Ella sale casi todos los días y además de fruta fresca de temporada, verdura y en su caso un poco de carne o de pescado, se acerca hasta la panadería de Lucas, que es el único que hace el pan de bollo. La verdad que la panadería le cae bastante a trasmano, pues está cuatro calles más arriba y llegando ya a la estación de autobuses. Unos veinte minutos a buen paso. A veces, cuando está muy apurada, aprovecha que la vecina compra en un supermercado que hay cerca de la panadería y le encarga el pan.

– Antonia, ¿no te importa y me traes pan de bollo?

– Claro que no Elvira. Hoy por ti y mañana por mí.

– Si cuando vuelvas no estoy en casa, me lo guardas aquí, en este cajón.

– Pierde cuidado mujer.

El problema, es que la Antonia está un poco teniente del oído izquierdo. Y cada vez que mi madre le encarga el pan de bollo, como la pille orientada en esa dirección, la hemos liado. Cuando llegamos a casa y abrimos el cajón del pan ¿qué encontramos?: ¡Un par de pollos! Lo dicho: ¡otra vez la vecina!

Si una tarde el sol…


 

Se tomó un pequeño respiro luego de una desenfrenada y loca carrera. Jadeando y sin resuello miró a su alrededor y se dio cuenta de que se le había acabado la ciudad. Esto que veía ahora era campo. Y el sol se estaba ocultando. Se sentó en una piedra que quedaba al abrigo de la ciudad. Calculó mentalmente el tiempo que había estado corriendo. No menos de dos horas. Parecía increíble que hubiera podido correr durante tanto tiempo. Y lo que parecía más increíble aun era que conservara el corazón de una pieza, que no hubiera estallado en mil pedazos por el inhumano esfuerzo y por el miedo, mejor, por el pánico. El sol seguía cayendo poco a poco y prácticamente había desaparecido, sólo era visible un pequeño arco medio rojizo y con destellos anaranjados.

Sintiéndose a salvo le llegaron los arrestos para pensar en lo que había sucedido. Fue una cobarde, lo sabía, pero había sido algo instintivo. Ni siquiera se había planteado otra alternativa. Simplemente sintió el peligro y huyó como alma que lleva el diablo. Si hubiera podido pensar, a lo mejor habría hecho algo diferente. Al menos algo más constructivo que salir corriendo. Algo con lo que su conciencia estuviera más de acuerdo.

Una vez recuperado el resuello se levantó y siguió caminando en la misma dirección. Alejándose de la ciudad. A paso ligero, pero sin correr. Sintió una sensación extraña, desasosegante. No, no era el miedo. Ése seguía ahí, latente, pero era otra cosa. Algo que estaba pasando y que simplemente no podía ser. De pronto lo vio. Sí, era imposible, pero estaba ocurriendo. Estaba saliendo el sol. Lo primero que pensó fue que se había quedado dormida sentada en la piedra, pero no, estaba segura de que no había sido así. Además, no era sólo el hecho imposible de que estuviera amaneciendo apenas unos minutos después del ocaso. El sol estaba saliendo por el mismo sitio por donde se puso. Y se desplazaba contra natura de poniente a naciente, en un asombroso retroceso. Y ella estaba entrando en la ciudad, a pesar de estar caminando en la dirección opuesta. Entraba por el sitio por donde debió salir en su alocada carrera. Estaba deshaciendo el camino, emulando al sol, llegando al lugar donde todo había empezado.

¡Eso era! Alguien, Dios, el destino, su conciencia, quien fuera, le estaba dando una segunda oportunidad. Y volvió a correr despavorida.

Aprendiz de mil oficios II


 

En fin, con semejante curriculum, ¿debo confesar que
nunca llegué a saber qué fue lo que debí ser?
Pero existir, existí. Y tan contento.
Ibídem

 

Mientras jugué a aprendiz de alumno interno, con sus luces y sus sombras, me adentré en otras ramas del saber, con el mismo éxito, o peor. Quise ser aprendiz de brujo, pero cada vez que le lanzaba un maleficio a mi Sor particular, la veía aparecer por los pasillos más rozagante y coloradota que nunca, rebosando salud por toda su entelada humanidad y haciendo pendular el rosario que colgaba de su cintura. Las ancas de ranas, rabos de lagartija y dientes de murciélago, eran muy difíciles de conseguir y, a lo que se ve, poco efectivos en mis manos. Las maldiciones tampoco tenían el efecto deseado, por lo que empecé a sospechar que algo de sangre gitana corría por mis venas, por aquello de: maldición de gitano no llega al cielo. No descarto la posibilidad, de hecho la contemplo como primera opción, de que mi enemiga íntima fuera bruja cinturón negro y séptimo dan, e hiciera fracasar todos mis sortilegios con su maléfico poder.

Hice dos intentos de aprender a ser “enamorado”. En el primero, pasé directamente a viudo, sin hacer escala en los estados intermedios. Y el segundo, estuvo condenado al fracaso desde el primer intento, pues faltó buena intención,  motivación y predisposición y salvo un beso y una carta, que ignoro en que manos aterrizó (la carta, que el beso lo deposité yo castamente en una sonrosada mejilla),  no me presenté a ningún otro examen en esa época, por lo que la calificación fue la de: suspendido por incomparecencia. Hubo un tercero y alguno más, pocos, pero en otro punto del tiempo y del espacio y aprobé con sobresaliente, en uno de ellos, pero aquí sólo hablo de fracasos o de vanos intentos.

También intenté abrirme camino en el mundo del deporte. Aquí si fue constante aunque difuso. Lo intenté con los pies, con las manos, con herramientas, de modo colectivo, individual y hasta por parejas, obteniendo siempre el mismo resultado: inútil total. Este era otro de los múltiples caminos por los que Dios no me había llamado. Y van…

De regreso al mundo exterior, empecé a tomar clases de estafador de sala de billar. La primera lección consistía en que un individuo de avanzada edad y mirada equívoca, apostaba a cual de las dos parejas de amigos que estaban jugando al futbolín ganaba la partida. La “ingeniosa” estafa era que siempre ganaba la pareja por la que el “pardillo” no había apostado, y al final de la noche, nos repartíamos los duros a partes iguales entre los cuatro. Claro que luego de varias miradas a cierta parte de nuestros, por aquel entonces,  ajustados pantalones, caí en la cuenta de que el verdadero oficio que este maestro pretendía enseñarnos era el de chapero, y la verdad, ni la paga era tanta, ni el maestro reunía los suficientes alicientes, de manera que de nuevo suspendí por falta de interés. Aquí podría hacer una disertación sobre lo macho que soy, y que por ahí ni el bigote de una gamba y esas cosas que se suelen decir, pero lo cierto es que noto cierto desasosiego pensando en que si la paga hubiera sido lo suficientemente  importante y el maestro lo bastante atractivo, o quizás sólo una de las dos condiciones, a lo mejor, como mínimo estaba yo ahora defendiendo las ventajas de la bisexualidad, así que caminemos con prudencia y en voz baja por estos pagos y a otra cosa, mariposa. Y no va con segundas lo de mariposa.

Otro oficio a cuyo aprendizaje dediqué mucho tiempo y bastante esfuerzo, fue al de “mejor amigo”. Cambié de mentor en varias ocasiones, pero con uno de ellos estudié durante casi veinte años y cuando pensé obtener yo mismo el título de maestro, suspendí estrepitosamente y sin ganas de volver a retomar los estudios, por lo que a partir de entonces, me limité a ejercer el oficio de amigo, sin adjetivar, creo que con cierta pericia, aunque me esté mal el decirlo, y me he dado cuenta de que, si no puedes ser ebanista de una sola empresa, no importa, puedes ser igual de feliz siendo un buen carpintero para muchas.

Estos son algunos de los oficios que intenté aprender y que no conseguí. Me he dejado otros en el tintero, pero tampoco veo la necesidad de regodearse en el infortunio.

Para que no parezca esto un revolcarse en el fango con autocomplacencia, diré que aprendí otros muchos oficios que luego ejercí y algunos continúo ejerciendo con desigual acierto, pero buena intención. A lo mejor un día hablo de ellos, aunque seguramente va a ser que no.

Aprendiz de mil oficios


Una vez fui desfacedor de entuertos. Pagar, no me pagaron.

Pero me quedé con un lindo par de lecciones útiles. Y como también

me quedé con las cicatrices, nunca me presenté a reclamar nada.

Cuentos sin cuento, Jacobo Muchnik, Muchnik Editores

 

Empecé mi aprendizaje como mamoncete (lo de mamón vino más tarde y alcancé el virtuosismo, pero aquí sólo hablaré de aprendizajes fallidos). Según mi madre, le ponía interés y habría adquirido el grado de maestro si no me hubieran destetado tempranamente. El motivo creo que fue la falta de vocación de la maestra.

Más tarde, me quisieron enseñar el oficio de niño callejero. Para ello, me llevaron a un pueblo que reunía las condiciones adecuadas para que pudiera aprender con aprovechamiento; incluso no faltaba una iglesia a escasos quince metros. Y aunque apuntaba maneras, se confabularon contra mí los elementos, a saber: un perro, que siempre creí mi amigo; un exceso de expresividad, que me premiaron con un aplauso en la cara; y sobre todo la escasez del material indispensable para que el aprendizaje, e incluso yo, medráramos. Los maestros de nuevo, aunque en esta ocasión no por falta de vocación, dieron por finalizado mi aprendizaje antes de tiempo. Posiblemente el perro no intervino en esto, pero su mordedura en “donde la espalda pierde su casto nombre”, que diría un cursi, se ha quedado grabada en mi memoria, y puesto, que ocurrió en aquellas fechas, pues no lo iba dejar irse de rositas. Queda aquí constancia para que le sirva de escarnio allá donde tengan su última morada los perros.

En vista del éxito no obtenido, hubo cambio de estrategia y me postularon para aprender el oficio de alumno interno. A este aprendizaje dediqué nueve años con desigual aprovechamiento. En los primeros cinco, estuve apunto de obtener el título de oficial de primera en la especialidad religiosa. Destacando especialmente en el repique de campanilla durante la consagración y el pase del cepillo. Todo esto mientras el aprendizaje se hacía dando la espalda a los clientes y en una jerga llena de “pater noster”, “ora pro nobis”, “dominum vobiscum” y otras lindezas por el estilo. La cosa se torció a partir de que nos hicieron ponernos de cara a los clientes y hablarles en cristiano, que era lo propio. Resultó que los bancos y reclinatorios estaban llenos de personitas que en lugar de pantalones llevaban faldas y vestidos, el pelo algo más largo que nosotros, una sonrisa pícara en la boca y en los ojos un manual de instrucciones, difícil de descifrar, pero que nunca más he dejado de intentarlo. Parece ser que si continuaba la especialidad, me estaría vedado el estudio de dicho manual, a lo que dije que nones.

Dejé la especialidad religiosa e intenté la académica, con buen resultado el primer año, pero después, un esperado, pero no por ello menos nefasto, cambio de maestros, dio al traste con mi buena disposición. Quise ser aprendiz de interno matón, pero ni el físico ni la habilidad, colaboraron en el empeño y al primer intento me partieron la cara y me la llenaron de vergüenza y cicatrices. De las cicatrices se encargó el tiempo, de la vergüenza aun conservo las huellas. Con tanto cambio de especialidad, mis superiores decidieron expulsarme y me propusieron de nuevo para niño callejero, pero ya los años no cuadraban con el oficio y el pueblo se había convertido en gran ciudad.

continuará…

Historias de un cazador


 

Me gusta salir de caza. Me entusiasma. De día o de noche, da igual. Soy un auténtico depredador. Y bueno, soy muy bueno. Raro es que se me escape una pieza a la que yo le eche el ojo. Ocurrirme, me ha ocurrido, no voy a decir que no. Pero pocas veces, y en mis tiempos de novato. Ahora ya no se me escapa ninguna. Bueno, casi ninguna. Cierto que ya conozco el percal y cuando veo que una pieza está resabiada y va contra querencia, prefiero dejarla, por no bajar la media, más que nada. A no ser que me reten, ahí sí que no. Ahí, el que me busca me encuentra. Pongo en marcha toda mi experiencia y busco el reclamo idóneo para la pieza. Cada pieza requiere su reclamo, no se vayan a creer. Y si te equivocas, no hay segunda oportunidad, la pieza levanta el vuelo y ahí te quedas, Maqueda. Y  el hueco en el morral, que por más que lo llenes con otras piezas, ese hueco siempre se nota. Vaya si se nota. Y los de la cuadrilla que ya se encargan de recordártelo. Menudos cabrones son. En cuanto se te escapa una pieza viva, te lo restriegan por el hocico a modo.

Yo ahora ya prefiero el coto, porque vas sobre seguro. Ya se preocupa el dueño de mantenerlo siempre con abundante y variada caza. Es su negocio. En el coto el esfuerzo es menor, pero claro, también es menor la satisfacción. Menos dificultad, menos placer. En el coto sólo te tienes que ocupar del ojeo, y de los buitres, claro. Me refiero a los cazadores carroñeros, que en cuanto te ven trabajándote una pieza, se quedan al acecho y si parpadeas, te la levantan. No sé como tienen cuajo para cobrar una pieza que se ha trabajado otro. Pero como decía El Guerra: “Hay gente pa to”.

Otro día les contaré la satisfacción y el morbo de cazar en periodo de veda. Es muy peligroso, pero muy gratificante. No hay placer mayor que la caza furtiva.

¿Cómo dice? ¡Pues claro que hablo de mujeres!

El llanto adivinado (Diario de Cidanova – Sucesos)


 

Un fallecido al precipitarse por el Viaducto.

Según varios testigos, el fallecido se lanzó al vacío motu proprio.

MM NEWS. CIDANOVA 23/09/11. Un individuo de unos 50 años vecino de esta localidad, que se precipitó la noche de ayer jueves desde el Viaducto, ha fallecido en el Hospital General, según han informado a MM News fuentes policiales.

Según las mismas fuentes de la policía, tanto los servicios médicos, como la propia policía fueron alertados por testigos presenciales, los cuales afirmaron que el fallecido, que responde a las iniciales S. H. P., llegó al lugar conduciendo un vehículo de alta gama, el cual aparcó en la entrada norte y bajándose del mismo, se dirigió al Viaducto, se introdujo en él unos cincuenta metros y sin solución de continuidad se subió a la valla y se arrojó al vacío.

Fue trasladado en estado muy grave al Hospital General, donde ingresó en la Unidad de Cuidados Intensivos.

Su estado se agravó durante la noche y falleció por las lesiones y traumatismos sufridos por la caída.

La Policía investiga las causas y circunstancias de la caída de este vecino, y aunque se baraja la hipótesis del suicidio, no se descarta de momento ninguna otra posibilidad, pendientes de los datos que pueda revelar la autopsia.

El llanto adivinado (casi un epílogo)


 

 
El hombre la mira, entre decepcionado y sorprendido.
– No me digas que es una fiesta de disfraces – dice.
-No.
Quim Monzó, No tengo qué ponerme, Ochenta y seis cuentos, Anagrama

 

Sergio se pone ante el espejo del lavamanos. Se toca la cara revisando el reciente afeitado. Repasa con la cuchilla una zona de la sotabarba que nota mal afeitada. Con la maquinilla eléctrica se recorta los pelillos de la nariz y de las orejas. Sí, a los cincuenta ya salen pelos en los sitios más recónditos y antiestéticos. Se aplica un poco de crema anti ojeras. No es que sea muy de cremas, pero le gusta cuidarse un poco, sin exageraciones equívocas. Un corrector de ojeras, alguna crema exfoliante, otra hidratante y poco más. Se pone un poco de gomina en los dedos y la aplica en el pelo, para darle un efecto de peinado descuidado. Lo tiene bien cortado y es fácil de dominar.

Sale del baño y empieza a decidir que ropa se va a poner. Coge unos calzoncillos y unos calcetines. Para eso no tiene que pensar mucho, tanto los calzoncillos como los calcetines son todos iguales. Los calzoncillos son unos boxes de Calvin Klein negros y los calcetines tipo ejecutivos, negros también. Siempre los compra igual, docenas de calzoncillos y de calcetines negros, todos iguales. A veces cambia la marca, pero nunca el color ni el modelo. Luego abre el armario por la parte de las camisas, elige una blanca de cuello  y puños duros. Descuelga un traje azul marino, con chaqueta tipo saco, de dos botones y una corbata de seda, de Cristhian Dior, en distintos tonos de azul. Abre la zapatera y elige unos zapatos negros con cordones y un poco de tacón, no mucho. Se viste y se echa un vistazo en el espejo de cuerpo entero de la alcoba. Le gusta lo que ve. Mantiene un buen tono físico, la barriga apenas incipiente y los músculos que aun llenan bien el traje. Se da un toque de Davidoff detrás de las orejas y en las muñecas, coge las llaves del coche y sale de la casa, no sin darse un último vistazo en el espejo mural de la entrada. Son apenas las nueve y media de la noche. Tiene tiempo de sobra y además, sabe, con absoluta certeza, que ella le esperará.

Pero nunca hay que hacer esperar a una dama.